Archivos de la categoría ‘Sin categoría’

LA MUJER AGUILA

Publicado: 4 marzo, 2009 en Sin categoría

El camino de un águila

Nayeli Solorio Cortés

 

Érase una vez un granjero, el cual un día al regresar a casa después de trabajar, al ir caminando miro al suelo y vio un  huevecillo de águila,

 

 

 

lo recogió y cuando llego a su casa lo puso en el corral de gallinas.

 

Después de un tiempo el águila creció con la mentalidad de que era una gallina.

Un día el granjero saco a las gallinas del corral, tomo al águila y le dijo:

-Tú estás hecha para volar.

El águila le contesto:

No, yo no puedo volar soy una gallina y las gallinas no vuelan.

El granjero le dijo:

Eres un águila y naciste para luchar, busca lo más alto y vuela.

El águila dijo:

-Esta bien lo intentare.

Cuando intento volar no pudo por lo que el granjero se le acerco y le dijo:

No te rindas, no te pares y no te dejes vencer.

Entonces el águila lo intento y lo volvió a intentar, fueron tantas veces sus intentos hasta que lo logro, voló tan alto que los vientos la llevaron en forma de remolino hasta llegar a un lugar donde se encontraban algunas águilas. Cuando llego le pregunto a una de ellas:

 

 

 

 

-¿Qué somos las águilas?

Y ella le contesto:

-Somos lo que tú quieras ser, quieres ser luchadora luchas, quieres ser grande luchas para ser grande.

El águila le dijo:

-Gracias por todo.

Después voló y voló y en su camino encontró a un grupo de águilas y les pregunto:

-¿Cual es el destino de las águilas.

Y el grupo le contesto:

– Nosotros no servimos, no tenemos destino.

El águila se fue desilusionada y una luz en su interior iba desapareciendo y pensó que tal vez podría ser cierto que no servia para nada y se dijo así misma:

– No sirvo para nada.

El águila iba volando sumida en sus pensamientos que poco a poco fueron desapareciendo llegando a un profundo silencio, en eso escucho que alguien le dijo:

Hola, soy tu, tu misma y no eres perdedora puedes ser lo que tu desees ser, las águilas no tienen destino, el destino lo creas tu misma.

Después de un tiempo el águila llego a una cima de una montaña, donde se encontraba una luz a la que muchas águilas intentaban llegar, pero algunas se rendían fácilmente, otras lo intentaban un poco mas allá, ella se decidió y lo intento y no pudo, en eso recordó las palabras del granjero, por lo que voló y voló con todas sus fuerzas hasta alcanzar la cima y alcanzar la luz y escucho una voz que le dijo:

– El destino tuyo es ser luchadora y puesto que eres la única que llego hasta este lugar te convertiré en un ser humano, la luz la fue invadiendo poco a poco y se fue convirtiendo en una hermosa bebe y fue subiendo al cielo, las demás águilas fueron testigos de ese suceso y se dijeron:

Las águilas formamos nuestro propio destino.

 

El águila llego a una familia como una bebe, en el momento de su nacimiento sus papas la miran con cariño y observan en sus ojos una luz blanca, y se preguntan uno al otro ¿Qué tiene? Y su hermana que en ese momento los escucha les dice:

Tiene el alma de una luchadora.

Cuando creció la niña quiso ser gimnasta y al principio en sus entrenamientos se arriesgaba mucho. Por lo que un maestro le dijo:

Cuando empiezas con ese entusiasmo e intentado las cosas como tu lo haz hecho, serás muy buena en un futuro.

La niña tenía dos hermanas, Lupita la más chica y Marielena la más grande de las tres, por lo que ella era la de en medio. Esta niña se llama Roció, un día se peleo con su maestra y ella y sus papas decidieron cambiarse a un gimnasio que se llama ESGILA. Cuando Roció entro al gimnasio estaba un entrenador cubano que se llamaba Félix y poco a poco con mucho entrenamiento y la asesoraría del entrenador Roció fue mejorando su nivel; un día Roció se cayo y se golpeo muy fuerte y cuando estaba en el suelo recordó unas palabras que le habían dicho y que en su mente se quedaron grabadas:

¡No te rindas, no te pares, no te dejes vencer!

Y se levanto y  volvió a intentar el ejercicio, pero esta vez con más decisión, por lo que todas las niñas le aplaudieron y al final de la clase se fue al baño y ahí lloro porque realmente el golpe había sido muy fuerte, pero mas lloro por el coraje de haberse caído.

Después un día  se dijo así misma:

“Siento que algún día, en algún lugar fui águila”, y en su conciencia escucho una voz que le decía;

– ¡Sí y por eso tienes alma de águila!

 Paso el tiempo y las del gimnasio fueron  a México y Roció le puso muchas ganas al entrenamiento, por lo que le dijeron  que en poco tiempo podría quedarse a entrenar ahí.

Cuando regreso a Torreón todas sus compañeras la abrasaron, pues le había ido muy bien en México, pero ella festejaba mas con dos amigas a las que quería mucho sus nombres son  Jemi y Nayeli.

En un par de semanas que pasaron la llamaron de México para comunicarle que la habían aceptado en el CENAR (Centro Nacional de Alto Rendimiento). Cuando se fue sintió un gran miedo y se dijo;

-¡Ya estoy aquí, luche tanto por esto y no me voy a dejar vencer!

 

Llego a México y empezó a entrenar muy fuerte, en 2 meses la dejaron que regresara a Torreón para las fiestas Navideñas, por lo que fue al gimnasio y le dijo a su amiga Nayeli;

– Nunca, pero nunca te dejes vencer, no dejes que el miedo te gane y aunque alguien te diga que no sirves o que no puedes, no lo escuches y tú sigue luchando, porque tú al igual que yo tienes alma de águila y solo tu harás tu propio destino, y le dijo una frase que hoy en día le sirvió;

Lo importante no es la armadura si no la voluntad.

La niña Rocío ahora, en este instante, esta en México entrenando, viviendo y estudiando.

Formando su propio destino, como cuando fue un águila.

 

 

 

…. Dos devociones la repararon. El amor dactilar y místico de la abuela y el empuje irreducible del Zurdo devolvieron vida a la rodilla. La coyuntura respondía como gozne lubricado y el Zurdo desquitó las horas negadas al éxtasis con el esférico. Su izquierda volvió a tocar el círculo para que resurgiera la grata sensación que hace años, de niño, experimentó cos sus primeras patadas. Algo contenía aquella esfera que a cada golpe lo alimentaba de vibraciones secretas que lo nutrían quizá más que la comida. Minuto tras minuto, el Zurdo podía ausentarse del mundo al dialogar a puntapiés con el balón. Su dios estaba en ese elemento que estimaba como a una parte de su cuerpo, que cumplía con los ordenamientos de sus piernas: subir, bajar, correr, golpear, botar. Le obedecía todo y el Zurdo gratificaba con ternura la docilidad. Alguna vez, en una escena que le sacó llanto a las paredes, el Zurdo, más que agradecido, dio un beso al esférico transmitiéndole el ingenuo mensaje de su alma: “Gracias por todo”. Pronto la amistad volvería a una cancha y el Zurdo, lozano, proseguiría la trayectoria que hoy estaba en el barrial y que poco a poco lo iba a llevar a geografías menos hostiles y más aptas para destinos selectos. Mientras eso llegaba disfrutó algunos encuentros en los que chispearon sus aptitudes. Tanto benefició la inclusión de sus zapatos en la alineación que sus tantos, durante buen periodo ausentes, ayudaron a que el viejo escuadrón llanero se arrimara a la final. Si alguien lo dudaba era el Zurdo con sus maravillas el que dotó de proteínas al conjunto. Ahora el barrio podía comparar, el equipo era uno sin el ariete titular y otro, casi completo, con la presencia de aquella pierna izquierda con engranes y pensamiento. Entonces si las voces del hacinadero urbano comenzarán a dirigir sus comentarios: “Aja Zurdito cómo la mueve”. “El solito nos amarra el campeonato”. El Zurdo supo que el reconocimiento iniciaba, supo que el ascenso era irrefrenable y pensó, claro, que su juego de piernas pronto sería detectado por un inteligente cazador de talento que dirá “ese Zurdito ya está listo para primera”, o “un poco de fogueo y gánenle”. Más voluntarioso ante los elogios comprendió que no podía decepcionar a nadie. Todos esperaban sus portentos y él depositó la vida en el afinamiento de sus capacidades. La abuela aceleró sus oraciones encarándolas con religiosidad exacerbada. Diariamente solicito a la deidad que tratara bien al nieto, que le ayudara a embolsar el campeonato que haría más llamativa la extremidad izquierda que ella había cuidado. La conjunción de devociones, el ejercicio del joven y el rezo de la anciana, convirtieron al Zurdo en el jugador más decidido del arrabal, y no dudaba un ápice en arribar a su meta: brillar y ser campeón, sobresalir. En el choque del domingo, por todas implicaciones, estaban ubicadas por de pronto sus esperanzas de victoria en la vida y nadie, sépase bien, nadie podía frenarlo.

 

Una chispa alevosa detonó el zipizape de mandobles y maldiciones en el área chica.

 

Vapuleado, tragaba polvo sin poder cerrar la boca. El impacto bestial le impedía pegar los dientes. La rodilla nuevamente lloraba rojo.

 

Sus compañeros, golpeando y discutiendo de compromiso, arremetían contra los provocadores y exigían legalidad al silvante. Pero por dentro ya estaban contentos. La primera línea defensiva, ya probada en su reciedumbre, fue eludida sin dificultad. El defensa salidor se tragó un túnel centelleante. Luego el Zurdo, en maniobra inefable, llena de virtud y arrestos, sacó la lámpara, apareció el genio descomunal y rebasó al cuevero con una pincelada de singular finura. Desprotegido, el cancerbero encarreró su cierre de ángulo y para frenar la gambeta inevitable navegó con las dos suelas por delante. Listo como ninguno, el Zurdo filtró la bola combeándola hacia la única rendija visible. El esférico se deslizó rasante, brincoteando hasta penetrar la raya. Desde que miró el resquicio el tanto para el triunfo era suyo, tan suyo como los tachones del arquero que mordieron su rodilla, desgraciándola después de haber impulsado el balón a la meta. La anotación de la ventaja, casi al final del encuentro, ratificaba la valía del Zurdo aunque él quedara destruido. Atontado por el percance, el ariete escuchaba la ensordecedora alharaca desatada sobre él. Mientras el porvenir brotaba de la coyuntura macerada, un par de flamas tartamudearon frente a las imágenes de vírgenes y santos. Los dedos como ejotes prietos agitaron sin control el rosario, haciendo rebotar las cuentas como tiritar de dentadura. Algo le andaba mal al Zurdo, que poco después, entre palmadas y frases de ánimo y congratulación, llegó auxiliado al catre de la abuela. Los dedos con mirada no eran mentirosos, la anciana, a puro pulso y análisis de yemas, obtuvo conclusiones íntimas. Hacía más de setenta años que los ojos de la abuela no juntaban humedad. El Zurdo, al doblar la nuca encontró algo desconocido, agua en los ojos casi muertos de la vieja que palpaba y palpaba el destrozo en la charnela de carne.

 

El Zurdo comprendió que estaría más vallado el alcance del aplauso y los micrófonos, pero se dijo que el óbice de una rodilla perclusa no prohibiría su acceso al reconocimiento.

 

Por ahora su obligación era reiniciar, tomar el triciclo con decisión. Recordó que debía visitar el mercado y adquirir una arpilla de naranjas como la que terminó en la venta del sábado.

 

Con el índice de mono araña, la abuela le untaba saliva en el ombligo como principio de una curación más complicada. Por la costumbre de vivir entre cuitas, los ojos de la vieja pronto se resignaron ante aquello que le andaba mal al Zurdo. Entonces, en la boca hundida, comenzó el seseo de una de las plegarias más amargosas que guardaba en la memoria.

 

 

Fin.

 

…. Al son del paso veloz que sus prodigios marcaban en el pavimento, el Zurdo corría sin extraviar el ritmo que su respiración le determinaba. Aproximadamente eran diez los kilómetros que a diario devoraban sus suelas, sin incluir los que encima del triciclo recorría por toda la ciudad. No gustaba de un solo trayecto. Hoy tomaba el sur, mañana el oriente, pasado el norte, prefería trotar a diferentes direcciones, dejándose llevar por los dictados de sus piernas. A las cinco, siempre presuroso, entraba con el triciclo raudo, besaba a la abuela y calzándose el pantalón corto salía ganándole aire a la contaminación de metalúrgica que sin falta, caía densa como a las siete de la tarde, alejando hasta la aurora siguiente cualquier bocanada de higiene en la atmósfera. Sus prolongados egresos a trote, sin altibajos, desembocaban en un remedo de espacio verde que llamaban “parque”, sólo por contar con algunas bancas de ladrillo tosco y árboles sedientos. Allí, el Zurdo frenaba el paso, caminaba después como saudiéndose moscas en una pierna, luego en la otra hasta distender las fibras, se detenía por completo, flexionaba la cintura hacia delante y sus manos amarraban los tobillos. Pegaba brinquitos y brincotes para golpear con la cabeza un objeto imaginario, volvía a pernear, levantaba los brazos, se retorcía, bufaba, examinaba su capacidad para las lagartijas batiendo marcas que sólo él conocía. Muchos que lo miraron fueron arrastrados a risa por ese circo de contorsiones desmedidas, de retortijones de culebra. Incontadas veces escuchó carcajadas de grupitos esquineros que lo observaban como a un loco embebido en la exigencia al músculo. Pero el Zurdo ni las carcajadas directas ni las befas furtivas le iban a coartar la disciplina que le conduciría a la dicha. Los mediocres que hoy reían mañana, sentados en las tribunas del estadio, lo mirarían surgir de los vestidores subterráneos para saltar al tapete verde como punta de lanza titular, pensaba el Zurdo sin interrumpir su empeñosa dinámica en el parque. Lo verían calentar con el balón poco antes del encuentro y ofrecer una entrevista previa a cinco reporteros juntos. Aquellos que hoy ríen, continuaba, levantarán entonces un comentario al verlo embutido en fina casaca, reconociéndolo: “¿Qué no es ése el que entrenaba en el parque?” Si, el mismo del muchas veces se mofaron, del que en innumerables ocasiones hicieron guasa al verlo aplicado en el fortalecimiento del cuerpo, el mismo que vendía fruta por la calle para sobrevivir, que ya compró un caserón para su abuela, el mismo que no quiso condenarse a vivir como todos en el andurrial, el que ahora es dueño inobjetable del eje del ataque. “!Ese es el Zurdo!”, dirán todos los que reconozcan la cara del muchacho que hacía ejercicio solo. Y boquiabiertos, algunos hasta babeantes, lo verán quitarse a dos rivales, sacar al guardavallas y empujar el cuero con tranquilidad de sacerdote, lo verán levantar los brazos y recibir un diluvio de palmadas y felicitaciones de sus compañeros, y la borregada, arriba aclamará jubilosa al nuevo astro que no hará concesiones y apelará a su venenoso dribling para moler con fulgurantes horadaciones a la línea rival, y marcar tanto pepino como se le antoje, de todos los gustos, uno de testa para que el resorte de sus piernas deje testimonio, otro de tijera para que su elasticidad persista en el recuerdo, uno de gambeta y pique en ráfaga para que la opinión se generalice; “!Qué completo es este Zurdo!” Esos que hoy se ríen lo verán asediado al final de la disputa; “!Zurdo una entrevista!” “!Zurdo un autógrafo!” “!Zurdo coméntanos!” “!Zurdo para allá!” “!Zurdo para acá!” “!Zurdo, Zurdo, Zurdo!” Y él de mesurado talante y en excelentes condiciones concederá, ¿por qué no hacerlo?, todo lo que exija su calidad de ídolo. “El equipo rival fue muy difícil, pero creo que yo y mis compañeros supimos dominarlo”. “Si no hubiera sido por mis compañeros yo no hubiera podido meter cuatro”, dirá a los periodistas, con modestia de real electo.

 

Perseguido por los chiquitines que saltarán al terreno para pedirle un garabato, el Zurdo despachará firmas como hace tiempo en su triciclo despachó piñas y naranjas, y entrará a los vestidores más agotado de atender a sus fanáticos que de haber empapado el jersey en el escenario de contiendas. Luego se duchará reposadamente, hará abundante espuma del jabón que despide esencias dignas. Con la frescura de recién bañado saldrá del estadio y todavía algunos niños que lo esperaron pacientes le extenderán un cuaderno, donde el Zurdo remarcará una gran zeta aderezada con trazos y rayones ilegibles.

 

Al fin, trepará a su carro deportivo, sintonizará la estación del encuentro para regodearse íntimamente con los elogios que seguirán virtiendo los locutores; puras loas a su pasta, pangíricos a su madera, ditirambos a su cepa: “!Excelente!” “!Un divo!” “!Talento y enjundia !” “!En la velocidad una gacela!” “!En la fuerza un toro!” “! En la sagacidad un felino!” “!Un figuronón!” Conducirá despacio, dueño de la ciudad, saludando sin entusiasmo a los coches que le bocinean: “!Quiúbole mi Zurdazo!”, y el levantará la mano displicente pero satisfecho de su notoriedad, de que ahora su trabajo vale y es reconocido. Tirará rostro. Frenará junto a una casa, bajará del carro y de la casa saldrá una de sus damas, muchachitas que sabrán a qué aspiran con el Zurdo, propietario de un presente y un porvenir donde reinarán la popularidad y el billete. Volante en mano conducirá sin prisas mientras la chamaca, desvivida por quedar bien, le armará un aparato de comentarios insulsos: “!fíjate que esto Zurdo!” “!Fíjate que estotro!” El Zurdo pensará que debe ser cuidadoso para enlazar pareja. Muchas lo seguirán cuando olfateen su gloria y su inversión bancaria. Sólo una, la ideal, será la agraciada que compartirá las alturas con el Zurdo, quien pensará que la grandeza no le vendrá gratuitamente sino con la labor diaria y sacrificio, por eso no le importará el escarnio público y seguirá en el centro del parque, doblando las rodillas, saltando, haciendo que la condición de su cuerpo se empate a su talento natural, a claras sabiendas de que entre los aplausos, los micrófonos y las mujeres mediará tal cantidad de ejercicio capaz de agotar a una boyada, pero no al Zurdo, que seguirá en lo propio aunque a la distancia escuche risas y a veces carcajadas de ineptos que, se imbuía, no alcanzarán a conocer el limitado espacio de la cumbre, destinado sólo a gente con espíritu de Zurdo.

 

 

 

…… Las lagrimas en el rostro, charcos en un desierto cutáneo, atestiguaban su impotencia y su desdicha pero confirmaban a su vez la convicción fanática de alcanzar luengas distancias por el sesgo de la fama y de la plata, de llegar lejos, lejísimos, mucho más que los bastos pelagatos que en el área derecha de la infame cancha continuaban entreverados en una brava interminable. Reñían como lo que eran, pobres  mentecatos pateadores de domingo. El Zurdo los compadeció. Aquel atajo de cochambrosos entraban al terrno para desahogarse, jugaban para saborear mejor, con el subterfugio ramplón del triunfo o la derrota, las cervezas o el tequila infaltables al final de las escaramuzas. Así perdían el domingo, así seguían sus vidas poco itineradas por el bienestar y el goce, vidas que si el Zurdo hubiera podido escoger, tendidas en un mesón, las hubiera rechazado con pestes y refunfuños de por medio, como se aleja un plato con bazofia. Al terminar el domingo, toda la turba macilenta volvería con la cerviz en ángulo a la fábrica, a la obra, al taller, a la refriega cotidiana por embolsarse los quintos necesarios para malcomer y sostenerse en pie, ruta sempiterna, dinámica de todos en la barriada, desde la mantilla nejas hasta el túmulo en el apartado pinchurriento del panteón municipal. Todos conformes o encabritados con el negro pasado, el oscuro presente y el bruno futuro, tomaban el descanso obligatorio como un día inane pero menos injusto, porque en él se acomodaba una pizca de placer, ya en el alcohol, ya en el juego, ya en la simple pachorra. Pero se conformaban y eso para el Zurdo no era válido. El quería brincar la mediocridad del triciclo y de las frutas, no vivir amarrado a ese trabajo que inició desde que sus piernas alcanzaron fortaleza suficiente para pedalear. No quería fenecer mondando frutas, recorriendo la ciudad sin que nadie reconociera su oficio, ignorado, olvidado y solo. Ahí el voltaje de los alebrestados decreció y al fin pudieron tomarle los brazos, extendérselos, montarlos en un par de hombros correosas sin que el pie izquierdo rayara el suelo hasta llegar a su techo. Al escuchar que su nieto llegó puje que puje, molido, la abuela pidió a las siluetas anónimas que lo encaramaran en el catre que tenia aire de hamaca. La vela y su soflema tuvieron razón, al Zurdo le pasó algo que ella localizó en la rodilla guiada por tacto con mirada. De una cómoda secular extrajo, entre otros bártulos sanatorios, los frascos que al identificar en continentes identificaba en contenidos. Sus menjunjes curatorios alcoholizaron el espacio. Al cálculo, vaciaba en trapos los desinfectantes y ungüentos que luego embarraba en el sitio estregado sacando ayes de la yugular tensa del nieto. “Y otra vez la zurda Zurdo”, decía sin dejar el frotamiento amoroso de su liturgia terapéutica. Los dedos seniles, óseos, le comentaron que era grave la lesión, pero supo que con los maravillosos remedios de su patente se franquearía esa malhadada coyuntura. “Pronto sale, pronto sale”, lo confiaba al nieto con la certidumbre de que egresaría airoso y rozagante del sinsabor. Al final de la untazón escrupulosa la abuela aliño, en doble nudo simple, el esparadrapo con flores verdes y violetas que daría calor a los meniscos del Zurdo. Entonces la abuela, tranquilizándose por sentirlo cerca y atendido, tomó el rosario y frente a su Zurdo acostado rezó silente, viéndolo, en su magín, reposar hermoso.

 

Todavía en forma de boomerang, sin poder estirarla plenamente, la izquierda fue recogida y a fuerza de pie derecho el Zurdo frenó el triciclo para despachar un pepono con poco chile que le solicitó un mocoso. Era de las últimas frutas que guardaba la vitrina después de la venta del día. Desde las siete de la mañana en que la abuela le mecía los hombros para despertarlo, el Zurdo afanaba limpiando productos, picando hielo, organizando la empresa de metro cuadrado que los mantenía vivos. Con retazos de tela policroma traía la rodilla vendada, y así salió a pedalear dos días después de la plancha perruna que le colocaron. Trabajar para comer. Si no salía a la calle poco había que engullir en el adoberío sin enjarre que habitaban y, aunque su abuela comiera poquísimo, casi nada, no hubieran pasado tres días sin que sus tripas exigieran pábulo sin ser complacidas. Hecha un breve aliento, reducida a la mínima complexión humana, la abuela aún tenía vigor para impulsar la vida del Zurdo. La traza esquelética, arqueada siempre al suelo como en pesquisa de un centenario perdido lustros ha, estaba cubierta por un pellejo, una película que lo único que ocultaba era un puñado de huesos encogidos y combeados por su evidente malpasada de noventa años. Estaba claro que no era feliz en aquella condición, que no estaba alegre con la vida de carrizo que le tocó vivir. Pero si algo en la reconditez de sus entrañas la contentaba era la seguridad del hogar eterno, la certeza completa de que ella, segundo por segundo, había pagado y desquitado y desquitado y pagado en la tierra su transeferencia al ámbito del bienestar infinito. Dios no podía ser con ella tan injusto e insensible. La abuela merecía el cielo y cuando reflexionaba pesimista acerca del último viaje se consideraba derechosa de exigir justicia al Creador. Para el Zurdito, en cambio, deseaba felicidad, mucha felicidad terrena, toda la que ella jamás tocó sin que por eso le escamotearan, al partir, su ingreso al perímetro celeste. Sin entenderlo, intuía que era perfectamente posible combinar dos alegrías, la de aquí y la de allá. A ella le fue negada la de aquí y para el Zurdo quería ambas. Sus ruegos puntuales y metódicos, aparte de cumplir con el allanamiento de su derrotero en dirección a San Pedro, perseguían que el Señor recordara diariamente que el Zurdo era un joven cumplidor de oficios y religiosidades, trabajador y puro, nada reprobable, nada licencioso, muy devoto, aunque su máxima devoción no fuera, pensaba la abuela, sincerándose, la de charlar con Dios, sino la de consagrar su tiempo hábil a lo que más aspiraba, la persecución de las redes, o el marco, pues nunca había ensartado un tanto en metas empioladas, y no por su incapacidad o falta de destreza sino, más bien, porque en el llano los postes y los travesaños apenas existían y exigir algo más hubiera sido un lujo, suntuosidad gravosa. El Zurdo, muchacho de bien, merecía la eternidad y la felicidad terrena, a juicio de la abuela, pero mientras cualquiera de las dos dichas advenía, el Zurdo alejaba un poco la cabeza, fruncía el ceño –no por enojo sino por precaución- y comenzaba a maraquear el frasquito de Nescafé que guardaba el picante en polvo menos ácido hasta empecar de rojo la superficie semilluda del pepino en mitad. Mientras alcanzaba la grandeza tenía que atizarle a los pedales, seleccionar la fruta en el mercado, limpiarla y mondarla, venderla por la ciudad en puntos de concentración infantil. Antes de las cinco, siempre, trataba de agotar el arsenal de sandías, piñas, jícamas, membrillos, pepinos y naranjas que desde temprano trepaba al triciclo en bellos volcanes a escala. Desde las ocho de la mañana, variando sus puntos de clienterío para no aburrirse, frenaba en alguna escuela primaria, cazando desde el enrejado los recreos y la ganancia; luego deambulaba por las colonias de laya decorosa, pisaba el centro de la ciudad, las terminales de autobuses, asediaba las colas en los cines, en la plaza de toros y en la arena de la lucha libre. Aprovechaba mítines políticos y muchedumbres domingueras para colocar la mercancía. Le gustaba localizar, sobre todo, agrupaciones pasajeras en torno de una cancha. No fueron pocos los compradores que lo sorprendieron corrigiendo lances, marcando jugadas, quejándose en voz baja pero apasionada ante una pifia del zaguero, de una pared mal estructurada. Entonces los clientes le rompían el encanto de corrector de juego diciéndole “¿a cómo los membrillos?”. En el Zurdo no había apocamiento cuando lo pescaban ensimismado dirigiendo a los jugadores, amaba dar consejos tácticos y regaños severos por las torpezas y desaciertos en el terreno, pues aparte de hacer versos con el esférico dominaba la estrategia, los tipos de juego, el cerrojo, el contragolpe, sistemas de marcación personal y por zona, jugadas de pizarrón, mañas y artilugios útiles ante combate cerrado. Y no estaba para andarse callando tanta sapiencia. Siempre que veía un encuentro, aunque fuera callejero, observaba unos minutos hasta ajustar mentalmente las líneas, ubicaba a los jugadores, reprendía al guardameta por los yerros, hacía indicaciones al ataque y la defensa. Esa pasión tenía asiento en su niñez. Eran sus manos muy pequeñas para asir el fenomenal balón de nailon que gozó como único juguete. La abuela, sin proponérselo, golpeó la cabeza del clavo. Así como ella amó su primer rosario de preciosas cuentas púrpuras engarzadas por una cadena dorada, el Zurdo descubrió algo mágico en aquella esfera plástica. No podía agarrarla con una sola palma y tomarla con las dos era fastidioso, además de que así jugaban las niñas. Entonces la golpeó con el pie y el sonido, la sensación, el rebote en el muro de adobes resultó entretenido y misterioso. Descubrió también que una pierna era más torpe, menos educada. Ambas le obedecían, pero en la mejor había tal tino, tal precisión y pericia, que en muchas ocasiones colocaba objetivos que infaliblemente derribaba desde varios metros. Así surgió su romance con aquel globo enigmáico que desde ahí no se separó de sus botines. Hasta antes de que el trabajo finiquitara la fortaleza el Zurdo gozaba largas horas dominando el esférico. Cuando sus piernas pudieron suceder a la abuela en el oficio de manutención. Entonces se estrechó el horario dedicado a dar placer a los zapatos. Afortunadamente sólo fue trabajo el que le robó horas de goce. Rápido se enteró de que el número y la letra no tendrían acogida en su cerebro y de lleno se instaló en su vida el imperio del pulmón y el músculo. Cualquier resquicio era aprovechado para decantar sus facultades. La abuela lo sabía, por eso nunca renegaba al escuchar los monótonos estallidos del balón en la pared del patio. “Al Zurdo le gusta eso”, decía respetuosa de aquella rara devoción. Raras por eso le parecían las tardes sin ruido de rebotes. La convalecencia del Zurdo, aunque no lo alejaba del trabajo, le impedía adiestrar las piernas con la bola. Cuando llegaba de la joda, la abuela atendía la rodilla con sus líquidos y pomadas de hechura doméstica. Sin la rodilla en condiciones el balón no podía tocarse –fue la prescripción casera- y el Zurdo carente de ese instrumento no era el Zurdo, como la abuela sin rosario no sería la abuela. Confiado en que las manos arrugadas podían devolverle la normalidad a la articulación, el Zurdo llegaba del trabajo y expedito acomedía su pierna a las manos de la vieja, quien con los ojos que tenía en los dedos aplicaba masaje impregnando las sustancias milagrosas. Con todo, el Zurdo no desaprovechaba los crepúsculos. Salía a caminar un poco y a probar en largas pulmonadas el aire denso de las tardes del sol. Como su rodilla no podía ser exigida, fortalecía en rigurosas sesiones diarias, con ejercicios toscos, ahora los brazos, luego el pecho, después el cuello. Con el régimen de trabajo en la calle y la disciplina calistécnica, además de los afanes herbolarios de la abuela, la penuria de los meniscos fue saliendo hasta convertirse en una cicatriz como larva brillosa, recordatorio de la atención que debí poner en adelante a los mastines defensivos.

 

Las vicisitudes del gigante

Jaime Muñoz Vargas

 

 

El tacto parsimonioso sobre las cuentas tuvo un estremecimiento. Los dedos rugosos, secos, vacilaron atorados en el tercer misterio y un suspiro ahogado anunció la alteración de los acontecimientos. Las flamitas de las veladoras, envasadas en cristal muy ornamentado, perdieron sus alargadas inmovilidades haciendo que temblara la parafernalia de imágenes y figurillas sacras. La abuela, sentada en el catre pando, acusó en el pecho el rebote de su agotado corazón, suspendiendo por un momento el seseo del rosario. Después de la agitación, las llamas volvieron a ser esos ojos verticales de pusilánimes destellos que la abuela sólo percibía como círculos opacos.

 

Algo pasó con su Zurdo, se lo dijeron como palabras el bailecillo de las flamas y el titubeo de los dedos uñudos. Las veladoras y los dedos no fallaban. Cuando la lumbre se altera en los recipientes parafinosos sus manos, acostumbradas a caminar seguras por los misterios, se coludían al funesto mensaje ígneo para provocarle una callada afirmación; algo le andaba mal al Zurdo, su Zurdo. Entonces, sin desearlo, suspendía el rezo débil pero fluido que le salía de aquella boca como jalada para adentro, sumida por la completa desdentación frontal, y tomaba un respiro hasta saturar los pulmones con un mendrugo de oxígeno aromado a incineración de pabilo y a consomé. Al venirle algo de paz, sus pupilas sin fortaleza se fijaban en la llama quieta, redonda, desafocada por las córneas exhaustas de mirar sin cooperación de anteojos. Aún estancados entre las mismas piedras, los dedos de mono araña disminuían, sin terminarlo, el isócrono cascabeleo del rosario, porque el Zurdo andaba en problemas, y eran problemas de los buenos ya que la temblorina ni cesaba y eso fue , después de las sutiles confidencias de las veladoras, indicio irrefutable de que el Zurdo afrontaba dificultades en el campo. Obligándose, la abuela trató de continuar los ruegos que por su nieto incrementaba ostensiblemente en días de partido, apoyándolo desde el umbroso cuarto con notorios aumentos a su devoción. A veces alcanzó  a dedicarle tres rosarios y en medio, para no atarantar a Dios con la misma cantilena, escogía oraciones y plegarias de la prolija cartera que armó gracias a nueve décadas de indeclinable fe en el Señor. No fueron escasa las ocasiones en que la abuela, luego de un régimen estricto y misceláneo de encomios y peticiones al Creador de todas las cosas, recibía a su Zurdo apestoso pero felicísimo de haber maravillado con su desenvolvimiento a los que miraban sus lances en el área opositora. Por alcanzar más dicha para el Zurdo, y con el permiso del de arriba, la viejecilla ajada intensificó sus ruegos cuando notó buenos resultados, pero ahora algo andaba fuera del orden, la veladora y el golpeteo de los diamantes sintéticos se lo revelaron.

 

La situación del Zurdo daba razón a las conjeturas de la abuela. No lejos, en la extensión más amplia y pasaderamente plana del barrial, un tumulto de veintidós jóvenes tostados levantó los gañotes azorados de los pocos seres que presenciaban el humilde encuentro. Aunque la trapisonda era fragorosa el Zurdo la ignoraba. El grito de la rodilla dilacerada exigía desatender las insolencias y los empellones que sobre él, tirado en el polvo como soldado agónico, armaron los bandos aterrados. Los compañeros replicaban al silvante buscando desquitarse, vengar la afrenta si encontraban la oportunidad, devolver el atropello cometido a uno de sus alienantes.

 

Hecho un gusano, su mano indagó en la pierna izquierda, la mejor de las suyas, y la inesperada humedad de la sangre se le quedó en los dedos. La rodilla estaba convertida en una desgracia y en torno la gresca crecía sin que nadie procurara auxilios al ariete. Los rivales, a veces disimuladamente y a veces con descaro, respondían a las injurias de los ofendidos. Uno lanzó en el pandemónium un codazo virulento tratando de localizar cejas enemigas; otro, mientras la autoridad desunía a dos revoltosos entretejidos, dirigió un moquete artero al más distraído; y otro, el ducho del barrio para esa habilidad, expulsó un gargajo café a la cara del zotaquito constructor de la media cancha. Bocarriba y sufriente, con una mano consolando el sector donde le colocaron el puntapié criminal, el Zurdo sintió todavía que en las costillas le hundieron unos tachones que le quedarían marcados. Luego de un alarido casi de chucho, y luego de que la mano disponible sobó el tórax, dentro de su dolor, su gran dolor, notó lejanamente que sobre él se intensificó la guerra que más que ver oía, en donde las maldiciones y los gritos descompuestos cuchileaban la ira de los contendientes, amigos y enemigos. Lindando en la inconciencia, agobiado por los estropicios inflingidos en la rodilla y en el tórax, unas manos que sintió fuertes entraron a sus axilas aún bañadas de transpiración. Las manos lo jalaron y, a rastras, dejó con las piernas un par de surcos en la tierra hasta que abandonó la cancha por la lateral, alejándose del ingobernable surtidor de agresiones de carne y verbo. La ayuda emigró de sus sobacos y él, con los ojos convertidos en rayas empolvadas y acuosas, pudo ver que quien lo sacó del vórtice se incorporaba al ojo del remolino. Ya no le importó nada. Que se mataran, que se despedazaran, que se dijeran lo que quisieran, que fulminaran al juez ataviado de terlenka negra. Todos aquéllos que allá levantaban una violenta nube eran mediocres, no tenían futuro, no saldrían del pestífero llano, del triste peñón miserable, la cancha mugrienta, horrible, empeligrada por vidrios y latas oxidadas, cuevas de topos viejos, excremento de animales. En cambio él, ahora fastidiado, se aseguraba poseedor de un porvenir luminoso y alguna vez, ya no recordaba cuándo, un pálpito remoto le señaló que la gloria era una prenda fabricada a su medida, y que debía alcanzarla para lucirla por la calle, a la vista de todos. Cuando amainó la dolencia creada por la mordiente suela que le cayó en el tronco fue a tallar la tierra que cubría su cara. Más humedad no pudo encontrar revuelta con partículas tercas y rasposas. Lloraba sin haberlo intentado y sin saberlo. Llegó a su boca una murmuración quejumbrosa: “!Qué jijos hace uno en esta cochinada!” Con mayor amargura llegó otra: “Jodidos”, y pensó que era un hombre fuera de lugar, un grande inmiscuido con pequeños. Le irritó que nadie acomidiera su colaboración para calmar los ardores a una estrella. Pero la explicación de todo anidaba en la geografía presente: estaba en el llano. Aquí no había linimentos, vendas o aerosoles. El que cayera que se levantara solo. Sintió odio y lástima por todos los que acaloraban el escándalo. Los maldijo. Juró ser grande. Rejuró ser el mejor. Un cosquilleo en la pierna adolorida lo trajo de nuevo al llano. El cosquilleo invadió también la sana. Después lo sintió en la espalda, en los testículos, en el cuello, tiró un manotazo a la nuca y como pudo traslado su humanidad cinco o seis metros durísimos, apartándose del hormiguero que se agregó a la funesta cadena de los tachones que le hollaron el abdomen y al cruento porrazo a los meniscos equivalente o peor, quizá, al dentellón de un tigre. Sacudió los insectos que localizaba sólo por la sensación de las patitas y escurrió más lágrimas al repasar que en el llano un grande no servía, que era necesario, urgente, avanzar a mejores terrenos, a céspedes como alfombras, a metas con redes, a jueces serios y conspicuos, tal vez a estadios. El llano, el llanote, el peñón, origen de todos los grandes, según argüían sus deidades en la actividad, le sacó tanta reflexión y sufrimiento aquella tarde como nunca.